¿Qué podemos decir, entonces, los más experimentados, quienes, formados en el espíritu de la contestación nos hicimos periodistas, en las aulas y en las calles, con el signo del cuestionamiento como distintivo irrenunciable de nuestra condición ante una forma de organizarnos en sociedad que considerábamos censurable, injusta y, por tanto, reformable?
Por aquellos años de los 70 y 80 suponíamos a la democracia como un régimen que torturaba guerrilleros, reprimía manifestaciones estudiantiles, intervenía universidades autónomas y cuando no liquidaba, corrompía las luchas sindicales. Creencias no totalmente alejadas de la verdad, pero que pasaban por alto hechos palpables como la existencia de un amplio marco de libertades que daba suficiente espacio al equilibrio de poderes y a la autonomía de las instituciones, que así podían garantizar la defensa de los derechos de los ciudadanos.
No obstante, criticábamos el sistema electoral de una "democracia burguesa" controlada por el bipartidismo, cuestionábamos la persecución contra los partidos de izquierda, denunciábamos la corrupción y olfateábamos los signos, ya evidentes, de la crisis política. Olvidábamos, por otra parte, que, con todas sus limitaciones, aquella democracia chucuta resultaba un avance infinito en relación con una historia nacional convulsionada por las guerras del siglo XIX y las dictaduras del XX. Se nos escapaba de la memoria un país signado por las montoneras que, tras el machete de un caudillo iletrado, asaltaban el poder y disponían de él como si fuera su propiedad, hasta que un émulo aun más atroz lo desalojara en nombre del pueblo. Llegábamos a admirar a presuntos generales de hombres y tierras libres, cuando en realidad se trataba de bandoleros que formaban ejércitos por el expediente del terror, el saqueo, el secuestro y el robo.
Obviamente, la realidad era mucho más compleja, fragmentada y contradictoria. Y poco a poco comenzamos a descubrir que resulta imposible encuadrar esa realidad, reducirla y conformarla de acuerdo con nuestra ideología, nuestros dogmas y nuestra manera, generalmente sectaria y parcial, de concebir el mundo. Hijos mayores de la democracia representativa y habiendo transcurrido casi toda nuestra vida en ese marco, observábamos el sistema político tocados por influencias de toda naturaleza. Tomábamos como producto de un orden natural la abundancia de bienes materiales, la paz social, los aceptables niveles de seguridad y, aun bajo la mirada crítica, recibíamos, como derechos adquiridos, irrenunciables e irreversibles las libertades de pensamiento y expresión, ignorando, en buena medida, que en el pasado muchos venezolanos habían sufrido muertes, persecución y exilio por tratar de ejercerlas. Peor aún, desconocíamos que en el futuro, es decir, en este presente de hoy en día, algo similar iba a ocurrir de nuevo.
Lo mismo sucedía con la presencia de un sector pensante, unos intelectuales y académicos que, siendo generalmente disidentes, encontraron un sitio para desarrollar y crear pensamiento y generar conocimiento en las universidades, así como en los organismos culturales, al punto que aquí se escribieron muchos libros, se filmaron muchas películas, se realizaron foros, seminarios y encuentros contra el sistema, con dineros de ese mismo sistema, que no sólo cuestionaban, sino que se proponían liquidar; hasta que lo lograron.
Pero más allá de las consecuencias del derrumbe del sistema político, de la llegada al poder de un hombre cuya génesis era una sangrienta intentona golpista y al margen de que las voces de alerta contra los cantos de sirenas fueron desoídas, hoy nos encontramos en un país donde los organismos de defensa de los derechos humanos, de las libertades y del ejercicio periodísticos, han llegado para quedarse. Hasta que los echen. Nunca antes vinieron porque no hacían falta y ONG como Reporteros Sin Frontera o el Instituto de Prensa y Sociedad, cuya labor en pro de la libertad de expresión y el derecho a la información son reconocidos mundialmente, se han convertido en aliados providenciales de los periodistas y de sus luchas por los valores democráticos. De estos periodistas jóvenes de hoy en día y aquellos que el 27 de febrero de 1989, luego de ejercer un periodismo más bien predecible, burocrático y sanamente aburrido, recibimos nuestro bautismo de fuego en el inicio de una era de violencia y represión que aún no culmina.
En los 18 años transcurridos desde aquel día en que bajaron los cerros, los periodistas debimos reconfigurar nuestra mentalidad, nuestras prioridades e incluso nuestro cuerpo, para enfrentar lo que parecía un imposible: la aniquilación, ya no sólo de la libertad de expresión o del derecho a la información, sino de la democracia como sistema. Y ocho años después del inicio, ya en firme, de esa tentativa, podemos decir que no hemos sido vencidos.
Pese a los golpes, se puede decir que todavía existen márgenes de libertad de expresión, pero sólo gracias a la lucha de los periodistas por mantenerla. Basta sólo con revisar los informes de Alberto Jordán Hernández, dirigente gremial por muchos años, quien contabiliza, en este período, la muerte de doce comunicadores, miles de agresiones físicas, carcelazos, no menos de 300 juicios, despidos injustos, intimidaciones, amenazas, ataques contra las sedes de los medios (recuérdese "La Noche del Terror", el 9 de diciembre de 2002, cuando fueron atacadas las sedes de las televisoras y de los periódicos en Caracas y el interior del país). Todo eso sin contar las formas un tanto más sofisticadas para inducir al cambio de las líneas informativas y editoriales de los medios, que culminaron con el cierre de RCTV porque sus directivos y trabajadores decidieron no negociar principios. Es posible, entonces, decir que en Venezuela sí existe aún libertad de expresión, pero no por la gracia de un gobierno represor que hace de los derechos una concesión, sino porque con su determinación, los periodistas la han mantenido en pie. Hasta su total recuperación.
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